04 abril 2007

La vacuidad de la existencia

"¿Qué vale más? ¿Examinar nuestra conciencia sentados en una taberna o posternarnos en una mezquita con el alma ausente? No me preocupa saber si tenemos un Dios ni el destino que nos reserva.

Procede en forma tal que tu prójimo no se sienta humillado con tu sabiduría. Domínate, domínate. Jamás te abandones a la ira. Si quieres conquistar la paz definitiva, sonríe al Destino que se ensaña contigo y nunca te ensañes con nadie.

Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizá la luna te busque inútilmente.

Más allá de los límites de la Tierra, más allá del límite Infinito, buscaba yo el Cielo y el Infierno. Pero una voz severa me advirtió: "El Cielo y el Infierno están en ti.

El mundo inabarcable: Un grano de polvo en el espacio. Toda la ciencia del hombre: Las palabras. Los pueblos, las bestias y las flores de siete climas son sombras. La Nada es el fruto de tu constante meditación.

La vida no es más que un juego monótono en el que con certeza encontrarás dos premios: El dolor y la muerte. ¡Feliz el niño que murió al poco de nacer! ¡Más feliz aún aquel que no tocó el mundo!

En la feria que atraviesas, no procures encontrar algún amigo. Tampoco busques sólido refugio. Con ánimo valiente, acepta el dolor sin la esperanza de un remedio inexistente. Sonríe ante la desgracia y no le pidas a nadie que te sonría: perderás el tiempo.

Imposible observar el cielo.¡Llevo en los ojos un cendal de lágrimas! Gráciles chispas son las hogueras del Infierno frente a las llamas que me consumen. El Paraíso para mí, no es más que un instante de paz.

Mi nacimiento no trajo ningún bien al mundo. Mi muerte no disminuirá ni su esplendor ni su grandeza. Nadie pudo jamás explicarme para que he venido, ni por qué he venido ni por qué me iré.

En el vértigo de la vida sólo son felices los que presumen de sabios y los que no tratan de educarse. Me incliné sobre todos los secretos del Cosmos y retorné a la soledad envidiando a los ciegos que hallé por el camino.

Cuando muera habrán muerto las rosas, los cipreses, los sabios bermejos y el vino perfumado. No habrá más albas ni crepúsculos, ni penas ni alegrías. El mundo habrá dejado de existir. El mundo es real; sólo en función del pensamiento. "


Fragmento del Rubaiyat, Omar Khayyam

26 marzo 2007

Maratón, Termópilas y Salamina


En agosto del 490 a.C., en una extensa playa de la costa oriental del Ática, lugar llamado Maratón, un ejército de 15.000 atenienses y platenses arrolló a los más de 30.000 persas que componían la invencible armada del Gran Rey Darío I de Persia, dirigida por el noble Datis. Liderados por Milcíades, los atenienses cubrieron, con una carrera suicida y temeraria, la distancia que los separaba del campamento medo, evitando así la letal puntería de los arqueros del Gran Rey y entablando un brutal cuerpo a cuerpo con la débil infantería iránica. Era su única posibilidad de victoria. Y lo consiguieron.
Empujaron a los sorprendidos persas hasta el mar y les causaron gran mortandad. Datis, entreviendo una postrera opción de paliar la derrota, embarcó con lo que le quedaba de flota y se dirigió rumbo a la indefensa Atenas. Milcíades adivinó la hábil treta y mandó a su mejor corredor, Fidípides, a que avisara a sus conciudadanos de la victoria en Maratón. Éste lo hizo, y antes de caer extenuado, gritó ¡Niké, Niké! y los atenienses cerraron la ciudad a cal y canto y fortificaron su acrópolis, ante la mirada resignada del maltrecho ejército iránico. Atenas, una sola ciudad, con el único apoyo de la pequeña Platea, había humillado y destrozado en el campo de batalla, contra todo pronóstico, al poderoso Imperio Persa, el más grande del mundo entonces conocido. Era la I Guerra Médica.
Diez años después, en el 480 a.C., el sucesor de Darío, Jerjes I, reunió, de entre todas las naciones de su vasto imperio, el ejército más temible, poderoso y numeroso jamás visto, y lo lanzó sobre la Hélade, buscando vengar la afrenta sufrida por su padre en Maratón. Los griegos, divididos, no se pusieron de acuerdo en la táctica defensiva a plantear. Esparta abandonó a su suerte a Atenas, prefirió hacerse fuerte en el Peloponeso, y mandó a una fuerza simbólica, 300 de sus mejores soldados, al mando del rey Leónidas, al desfiladero de las Termópilas, puerta natural de Grecia, paso ineludible para el gran ejército de Jerjes en su camino hacia Atenas. Los 300 espartanos, junto a una fuerza aliada de otras ciudades griegas, se enfrentaron, en diáfana inferioridad numérica, al inmenso ejército persa. Aprovechando la angostura del terreno, y demostrando un valor y una heroicidad memorables, los espartanos contuvieron los embates de la infantería meda, inflingiendo cuantiosas bajas a los iranios y humillando constantemente a los míticos Inmortales del Gran Rey.
Tras saberse traicionado por el griego Efialtes, Leónidas licenció a sus aliados y se enfrentó, sólo con sus 300 hombres, a la colosal horda persa. Tras resistir épicamente, murieron. Pero su sacrificio sirvió para que el resto de las ciudades griegas se unieran y prepararan un plan de lucha contra el invasor.
Meses después, la población ateniense veía cómo su ciudad ardía, pasto de las llamas, en una vorágine destructiva y atroz. Refugiados en la cercana isla de Salamina, los atenienses al mando de Temístocles, conservaban intacta su flota, con la que intentaron atraer a la armada persa a un combate naval en las aguas de Salamina. Jerjes aceptó el duelo, y sentado en el trono que se hizo construir expresamente para la ocasión, en la colina de Skaramangá, contempló atónito la derrota apabullante de su poderosa armada frente a la hábil y experimentada flota ateniense. El caos cundió en los iranios y los griegos obtuvieron una victoria redonda y completa, expulsando a los persas de sus aguas y, posteriormente, de toda la Hélade.
Era el fin de la II Guerra Médica.
Estos hechos, cuasi olvidados de la memoria colectiva de Occidente, son cruciales, fundamentales, en el devenir histórico de Europa y, consecuentemente, del mundo. La osadía intrépida y temeraria de los atenienses en Maratón, la abnegación y la heroicidad legendaria de Leónidas y sus espartanos en las Termópilas, y la astucia y valentía de Temístocles en Salamina constituyen episodios memorables, míticos y troncales en la Historia de la Humanidad. Nó sólo fueron gloriosas victorias en guerras locales. El triunfo de los griegos en estas tres batallas supone mucho más.
Supone la conservación, la salvación de una civilización, la helénica, que serviría de base y sustrato a los imperios y civilizaciones venideras, que se irían asentando sobre lo que éstos dejaron. La democracia, la filosofía, el derecho, la justicia, la medicina, la literatura, el teatro, las artes y las ciencias son los fundamentos de Occidente. Todo ello proviene de aquí, de Grecia. Cómo hablamos, cómo nos expresamos, nuestro color de piel, nuestras costumbres, nuestros estudios, nuestra cultura, nuestras tradiciones y todo cuanto somos, tiene sus raíces, invariablemente, en Grecia. En Atenas, en Esparta, en Argos, en Tebas, en Corinto...
Todo esto es lo que salvaron aquellos grandes hombres en Maratón, en las Termópilas y en Salamina. Si los persas hubieran conquistado Grecia, ahora mismo sería inimaginable nuestro mundo. Totalmente diferente y opuesto a lo que somos y conocemos hoy en día. Quizás seríamos más morenos, hablaríamos una lengua arábiga o iránica, y nuestra conciencia y pensamientos serían distintos. Quizás si los atenienses no hubieran alcanzado raudos las líneas persas, o si los espartanos no hubieran resistido estoicamente en aquel desfiladero, cumpliendo las leyes de su patria, o si el plan de Temístocles hubiera fracasado en Salamina, el curso de la Historia hubiera sido absoluta y completamente diferente.
Por eso, como descendientes y herederos directos de la cultura griega, a través de nuestra propia sangre griega, romana y árabe, tenemos el derecho de conocer lo que ocurrió en estas grandes citas de la Historia, y el deber de comprenderlas y, ante todo, de recordarlas y honrarlas. De recordar y honrar a los 192 atenienses y a los cientos de platenses muertos en Maratón; a los 300 espartanos que yacen en las Termópilas, y a los griegos a los que las aguas de Salamina sirvieron de sepulcro. De recordar y honrar sus nombres, su sacrificio y su gesta. En cumplimiento de su deber como ciudadanos y hombres libres. Pagaron el más alto tributo para defender su mundo, su libertad, su patria, su civilización, sus familias, sus vidas. Nuestro mundo.
Honor y gloria a los héroes de Maratón, Termópilas y Salamina.

21 marzo 2007

Eutanasia

Recientemente se han sucedido, en España y en el extranjero, algunos casos de personas que reclamaban morir con dignidad. Esto ha vuelto a poner encima de la mesa, si no lo estaba ya, la polémica sobre la legalización de la eutanasia. Favorables y contrarios a esta medida vuelven a esgrimir sus argumentos sobre un tema donde, a mi modesto parecer, hay poco que discutir.

En España, la eutanasia como tal, entendida como la aplicación de medidas médicas para conducir a la muerte a un enfermo terminal o irreversible de la forma más digna y humana posible evitando así sufrimientos y agonías inútiles, está penalizada. En en año 2002 se aprobó en España una medida que permite a cualquier ciudadano realizar, mientras posee íntegras sus capacidades mentales, un testamento vital, a través del cual puede dejar clara su voluntad sobre recibir o no determinados tratamientos o ayudas terapéuticas en el caso de sufrir una enfermedad incurable o cualquier dolencia irreversible. Gracias a esto, se abrió la puerta en nuestro país a la eutanasia pasiva.

Este tipo de eutanasia, la pasiva, es la única aceptada, por el momento, en España. A cualquier enfermo que en su testamento vital haya expresado su negativa a, por ejemplo, que se prolongue su vida de manera artificial, se le desconectaría del artefacto que lo mantuviese mecánicamente con vida, aplicándosele así la llamada eutanasia pasiva. Pero esto no es suficiente, ya que ni todos los pacientes han hecho su testamento vital antes de encontrarse en su situación, ni todos los enfermos padecen las mismas patologías, ni, evidentemente, necesitan de los mismos cuidados.

Así pues, cientos de personas que se encuentran postradas en una cama y que sólo mueven los párpados, o sufren agónicos e indecibles dolores, se ven abocadas a vivir una vida indigna e infame. Por no mencionar las personas que yacen años ha en estado vegetativo, pendientes de un respirador, ajenas a cualquier circunstancia, sumidas en un sueño cuasi eterno y oscuro. La muerte, pero respirando.
Una existencia completamente sesgada, incapaces de realizar lo más básico que puede hacer un ser humano. Accidentes, enfermedades degenerativas, cánceres, etc, desterraron a estas personas a la ignominia de una cama de hospital o de una silla de ruedas. Quizás lo más trágico es que estas personas, en sus agonías, arrastran tras de sí a sus seres más queridos, que sufren, en silencio, un dolor más profundo y atroz: la impotencia de observar la pasión de sus familiares sin que ellos puedan hacer nada más que animarles, consolarles con su compañía y cariño.

Lo que exigen estas personas, como ciudadanos de pleno derecho en una sociedad democrática, es el reconocimiento de un derecho civil fundamental. El hombre posee el derecho a pensar, opinar, escribir y circular libremente. Tiene reconocido el derecho a vivir en una casa digna, a ganarse el sustento diario mediante un trabajo honrado, a manifestarse contra lo que no considera justo. La democracia española reconoce la mayoría de los derechos fundamentales del hombre. Menos uno: el derecho a morir dignamente.

El ser humano no puede elegir el cuándo de su hora final, pero a veces puede escoger el cómo. Tener el absoluto dominio y control de los propios actos es la máxima aspiración del hombre, y el acto último no puede ser menos. La vida pertenece a cada cual, y cada cual debería ver recogido, en las leyes que rigen la sociedad en la que vive, el derecho a poner fin a su vida como mejor le convenga, sin perjuicio del prójimo, por supuesto.

A esto se opone el sector más conservador de la sociedad española, encabezado, como no podía ser de otra manera, por la Iglesia Católica. La Curia argumenta que la vida no pertenece al Hombre, sino a Dios, y que por tanto es éste el que decide cuándo, cómo y dónde ponerle fin. Propugnan que los enfermos terminales, vegetativos o incurables, deben soportar el dolor y el sufrimiento que Dios les ofrece hasta su muerte, y que sus allegados deben consolarlos y amarlos hasta el fin con recogimiento cristiano. No parecen darse cuenta que la Iglesia Católica influye decisivamente en millones de personas en todo el mundo, y que sus opiniones sobre ciertos y delicados temas pueden arrastrar a la muerte a miles de creyentes que rigen su vida mediante los preceptos católicos.

Es muy respetable la posición de la Iglesia. Como lo es también que quien sea creyente siga sus dogmas y normativas con devoción e inquebrantabilidad. Pero señores, se pasa por alto una cosa importantísima: esta es una sociedad regida por una democracia parlamentaria y aconfesional. Y aquí, ni Dios, ni Alá ni Jehová tienen cabida en la sociedad civil. Por lo tanto, es intolerable que cualquier confesión religiosa intente vetar tal o cual ley, o entorpezca con quejas morales el desarrollo de una legislación que afecta a todo un país.

Por ello, el Gobierno de la Nación, éste o el que venga, debería ponerse de inmediato a elaborar una ley que permita a estas personas, que sufren una existencia inhumana, poner fin a sus vidas de forma digna. Regular esta norma, establecer todos los parámetros legales posibles para que la aplicación de la eutanasia se haga de forma segura, concienciada y leal a la voluntad del paciente o, en caso extremo, de sus más próximos familiares. Debemos cubrir de una vez por todas este derecho fundamental del hombre. La vida de cada uno nos pertenece, y debemos tener derecho a ponerle fin cuando consideremos oportuno.

Por supuesto, como todos los derechos y libertades, el que no quiera que se le aplique la eutanasia tiene el mismo derecho a que se respete su voluntad que el que la anhela. En esto consiste la democracia.

13 marzo 2007

Tauros

La calle estaba completamente desierta. Daban la una en el campanario de una iglesia cercana. El sol, pasado ya el cénit, comenzaba a proyectar una claridad más luminosa, más acre, menos cegadora. Un ligero viento de levante oreaba el ambiente.

Entonces, salido como por ensalmo de la nada, apareció en medio de la vía un formidable toro negro, negrísimo, imponente. El morlaco trotaba, con paso solemne, mirando a cada lado, desafiante. Dos enormes y simétricas astas coronaban su poderosa cabeza. La mirada, fiera y brava, retaba silenciosamente al cuadro extraño que se le presentaba ante sí. La viva estampa de la fiereza. El retrato perfecto del colosal y eterno toro de lidia.

Las casas, cerradas puertas y ventanas a cal y canto, contribuían al surrealismo de la escena. Onírica, increíble, irreal. El silencio sepulcral que llenaba el vacío de aquella calle solitaria y luminosa, era roto sólo por el eco de las fuertes pezuñas del toro al pisar en el asfalto.

Sereno, el bravo animal se paró. Su majestuosa figura irradiaba fortaleza, nobleza y una ignota sabiduría. Su alargada sombra coloreaba las blancas y encaladas fachadas y paredes de las viviendas. Seguía sin haber nadie por la calle. Ni un ruido, ni una sola voz. Sólo la potente respiración del bóvido, sus tranquilos bufidos.

De repente, el toro alzó su descomunal testuz. Al final de la calle se adivinaba la silueta de un hombre que avanzaba lentamente en dirección opuesta hasta él. El morlaco, el aire calmado, clavó su mirada en el hombre que se acercaba. Algo en el animal se había activado. Tensión. Calma tensa.

El hombre llegó y se paró a unos metros del toro. Se miraron, el uno al otro. El hombre parecía no temer peligro alguno, y el animal no hacía nada por embestir. Sólo se observaban. Se medían, silenciosamente. Cualquiera que hubiera visto en ese instante aquella inimaginable escena, se habría sorprendido ante el instintivo respeto entre los dos seres. El hombre, gallardo, erguido, firme y tranquilo. El toro, magnífico en su porte mayestático, cabeza alta, mirada fiera. En aquella mirada, el hombre creyó advertir algo sobrenatural, primitivo. Una fuerza original, una bravura atávica. Un instinto feroz, brutal, pero a la vez noble. Algo que empujaría irremisiblemente al toro a embestir con su poderosa cornamenta si el hombre hubiera realizado el más mínimo gesto brusco. Y éste, cuando adivinó todo esto, sintió miedo. Un miedo irracional, innato. La supervivencia que llamaba a los dos seres desde los más hondo de sus abismos. El centinela en guardia que no dudaría en dar la voz de alarma si el extraño dejase entrever intenciones ofensivas.

El animal no percibió el temor del hombre, y permaneció estático, observando al que estaba delante suya. Ya se habían visto antes. Muchas veces. En el campo, cuando el hombre lo buscaba, atrevido, subido en el lomo de un caballo. En la plaza mayor de cualquier pueblo, probándose mutuamente, la vida frente a la burla, el quiebro. Luego en el coso, en la arena. A las cinco de la tarde de cualquier agosto. Tendido lleno, silencio solemne. En duelo mortal, artístico, sublime. Con la muerte y la gloria danzando alrededor. No eran desconocidos.

Tras un breve lapso de tiempo, la escena irreal pareció disolverse. O transformarse. El bravo animal, tras evaluar a su oponente, retrocedió uno, dos, tres pasos. Formidable en sus andares, se dio la vuelta lentamente, y trotó indolentemente calle abajo. Cruzó una esquina y, al hacerlo y antes de desaparecer de la vista del hombre, volvió a medias la cabeza poderosa, la cornamenta incontestable, y clavó su mirada altiva y atávicamente diabólica en la silueta del hombre lejano, antes de desaparecer, mayestático, de aquel surrealista y onírico escenario.

10 marzo 2007

Los Cuernos de Hattin, II

...ahora, lejos ya de su tierra y de sus recuerdos, servía en Tierra Santa bajo la bandera de Raimundo de Trípoli, defendiendo el agonizante Reino Latino de Jerusalén. No se había alistado por fe, ni por devoción. Su curiosidad por conocer Palestina y las lucrativas promesas de botín lo habían llevado hasta allí. Presto a luchar contra aquel ángel del demonio que había llegado desde donde se unen el Tigris y el Éufrates para expulsar al mar a los cristianos de Tierra Santa. El Sultán de Egipto lideraba el empuje musulmán y Jerusalén era su meta. Y allí, en medio de un terrible desfiladero, trampa mortal en la que habían caído los cristianos en su desesperación, se encontraba Lope Núñez, esperando la muerte segura con tranquilidad y resignación.

Alzó su mirada al cielo y a través de las rendijas del yelmo observó la bóveda celeste, fulgurante en su claridad, y quedó cegado por el resplandor brutal del sol que refulgía en las armaduras de los miles de soldados que allí se concentraban. Las cavernas y las rocosas paredes de la garganta de Hattin reverberaban bajo aquel calor infernal, y el cuadro, con las dos imponentes colinas a cada lado y las huestes sarracenas enfrente se le figuró a Lope como la representación viva del ángel vengador y justiciero que Dios enviaba para que, con su espada purificadora, exterminara a los hombres que en su nombre derramaban tanta sangre desde la I Cruzada. Todo era como natural, le pareció a Lope. Los hombres, el cielo refulgente, las arenas áridas, la muerte que aguardaba afilando su guadaña tras los riscos del desfiladero de Hattin, excitada ante el olor de la sangre cristiana. Porque no se engañaba, de allí no saldrían.

Cuando corrió entre las filas de la caballería la orden de ataque, Lope acarició el negro pelaje de su poderoso corcél, lo espoleó al lentamente, se ajustó el yelmo y empuñó su magnífico alfanje vizcaíno. Ahora sólo lo tenía a él. Dios hacía mucho que había abandonado aquel lugar yermo y abrasado. Miró a sus compañeros. Rostros serios y graves, miradas fieras. Gente de armas, veterana, hecha a sufrir y a batallar en el borde del abismo, con la Parca enfrente riéndo malévola, jugándose los cuartos con el filo de su espada.Puso su mente en blanco y se preparó para morir matando.

La caballería de Raimundo se lanzó al galope contra la vanguardia sarracena con la vana esperanza de abrir suficiente hueco para que el grueso del ejécito cruzado llegara a Tiberíades y la liberara. Lope entró en el fragor del combate gritando a voz en cuello el grito ibérico ancestral de ¡Santiago, Santiago, Castilla y Santiago! y rugió dando mandobles por doquier, batiendose como un león. Por un momento pareció que lo conseguían, pero pronto se percató Lope Núñez de que aquello era una estratagema de Saladino, que había ordenado a sus filas que se abrieran para luego encerrar a la caballería cruzada en una jaula mortal. Lope comprendió que aquellas ardientes arenas de Hattin serían su tumba, que Jerusalén estaba perdida, y con ella el destino de los cristianos de Tierra Santa. Que nunca más volverían a reinar en Palestina. Que nunca más vería salir el sol.

Pero antes, pensó Lope en un brevísimo lapso de reposo, se llevaría de invitados a unos cuantos sarracenos a la cena que el diablo le prepararía para esa noche.

Los Cuernos de Hattin, I




La suave brisa que hacía ondear los pendones y los estandartes de los dos ejércitos era como una rayo efímero de frescura en medio de aquel desfiladero árido y asolado por el sol inmisericorde. Los cuernos de Hattin eran una caldera abrasadora donde las cansadas tropas del rey de Jerusalén esperaban, junto al pozo de agua salvador, órdenes de sus generales.

Irreductibles caballeros del Temple, junto a los célebres Hospitalarios, se agrupaban aquella mañana del 4 de julio de 1187 en orden de combate en la garganta de Hattin, cerca de Tiberíades, en Tierra Santa. Habían tenido que tomar el único pozo de agua disponible en la zona, a pesar del acoso de las huestes del Sultán de Egipto, el mítico Saladino. Ahora se encontraban cercados por el poderoso ejército del rey ayubí, encerrados en la ratonera que formaba el angosto espacio entre las dos escarpadas colinas de Hattin.

Sitiados y cerrada toda vía de escape, Guido de Lusignan, el rey latino de Jerusalén, se reunía con los caballeros cruzados más importantes de su ejército: Reinaldo de Chatillón y Raimundo III de Trípoli. El objetivo estaba claro, tenían que llegar a tiempo a Tiberíades para socorrer a la ciudad asediada. Para ello, deberían romper la barrera que Saladino había plantado ante el ejército cristiano en aquel desfiladero. Y para lograrlo, Guido de Lusignan contaba con la caballería de Raimundo III de Trípoli.

...
Lope Núñez resoplaba sofocado bajo el yelmo de acero que le cubría la cabeza. Erguido en su cabalgadura, ataviado para la batalla, miraba atentamente las huestes sarracenas que se arracimaban, ansiosas de entrar en combate, detrás del pequeño riachuelo proveniente del pozo de Hattin. Observaba sus caras, morenas y negras, tostadas al sol, y recordaba la suya propia, igualmente moruna y bruñida por el calor de su Castilla natal. Había luchado desde que era apenas un zagal en la frontera con Al-Andalus, contra el enemigo ancestral, el moro. Había asaltado granjas, haciendas e incluso poblados, al amparo de la noche, junto a sus vecinos y hermanos, en las famosas y lucrativas incursiones relámpago que solían hacerse en las regiones fronterizas de aquellas tierras.

Se tanteaba ahora la cicatriz del costado. Fue en una de tantas correrías en suelo moro. Absorto y enfebrecido en la destrucción de un granero, no se percató de la presencia de defensores sarracenos hasta que uno de ellos le pasó el filo de su alfanje por el costado. La cota de malla lo salvó. Eso, y su rápida reacción, asestándole un furioso mandoble al moro en la cara y espoleando a su corcél para ponerse a salvo en tierra cristiana...




06 marzo 2007

Belleza y utilidad

"...lo bello es igual de importante que lo útil. O quizá más."


Victor Hugo, Los Miserables